Cada obra de Cruz-Díez parece tener vida propia, pero en realidad es el espectador quien se la da. Sola no es sino una superficie -cuadrada, circular, rectangular- pintada de varios colores y atravesada por tabiques de plástico que forman una gradilla de líneas horizontales o verticales. Pero al llegar el espectador, surge de repente una hermosa danza de tonalidades, nacida del desplazamiento que permite contemplar las diferentes superficies cromáticas pintadas en cada tabique, que se van fundiendo irremediablemente entre sí en la retina humana.

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Algo similar sucede con sus cajas gigantes de colores transparentes, con sus proyecciones de color en habitaciones y en sus intervenciones en la ciudad.

Si los genios del arte óptico como los húngaros Victor Vasarely y Laszlo Moholy-Nagy crearon una propuesta plástica que jugaba con las confusiones del color en la retina humana, Carlos Cruz-Díez y sus dos compañeros de aventura venezolanos -Jesús Rafael Soto y Alejandro Otero- crearon un mundo en el que el espectador interactuaba directamente con las obras, creando con su movimiento una variada gama de sensaciones, movimientos y transformaciones del color.

Ese trabajo, que recibiría el nombre de arte cinético, se convertiría pronto en uno de los más importantes movimientos dentro de la tradición del arte abstracto en América Latina, junto a las propuestas de otros referentes como el argentino Julio Le Parc, la brasilera Lygia Clarke o el uruguayo Carmelo Arden Quin.